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Átogob

A diferencia de Valdrada, Bogotá no respetó el lago, no quizo ver sus orillas y creció sobre él. Enterrado bajo edificios, calles y plazas, sus aguas y suelos cenagosos ahora sólo se pueden deducir a través de las calzadas y el asfalto ondulado, o en las estructuras de cimientos poco profundos, que cada vez más inclinadas amenazan con su hundimiento. En ciertas épocas del año el cielo extraña con más fuerza al lago, llora sobre asfalto y el concreto buscando recordar los destellos de sus aguas al encontrarse con el sol antes Bogotá, es ahí cuando del pavimento empiezan a surgir los edificios, las calles, los asesinos, los amantes y los niños, entre los charcos se puede ver la ciudad de Átogob, un lugar que nunca es.

Quiero creer que tras del ego y la ostentación que cubre las fachadas con cristales y granito pulido, hay un gesto melancólico de los habitantes que buscan resarcirse con el cielo, sosegarlo tras su pérdida, expiar su culpa. Que sus reflejos aunque verticales, desean animar el espíritu de la Átogob que crecería junto al lago. Pero como habitante de Bogotá, temo que este gesto puede corresponder más a su sadismo, al recordarnos calle a calle, entre esquinas y vitrinas todo lo que ya no es, que nunca pudo ser, e indiferente al esfuerzo y al deseo, nunca será.


Este “barroco retiniano” es el resultado de una serie de proyectos rápidos en los que se estoy participando junto a las personas de Black Candle.

Miguel Mejía